Nos resulta curioso que una experiencia tan desagradable sea nombrada de forma tan chusca: «subirse el muerto», que se presta a juegos de palabras y dobles sentidos —así como a lo que en México llamamos «albur»—. Ahora bien, a pesar de que es un fenómeno relativamente común y de que tiene una explicación científica clara y suficiente (que puede consultar aquí); la experiencia de la parálisis del sueño es difícil de vivir y de explicar. Acaso, para cada persona sea distinta o las palabras exactas para detallarlo no existen o no saben igual para todos;
De cualquier manera, en este espacio vamos a intentar aproximarnos a la vivencia de la parálisis del sueño, según yo mismo la experimenté:
Tal vez fue porque mis ojos ya se habían acostumbrado a la luz escasa, porque en principio no presté mucha atención a mi alrededor o porque controlar mi respiración me requirió de mucha energía; pero fue hasta ese momento —cuando ya tenía unos minutos despierto— que noté algo raro:
Ahí, en el recodo más oscuro del cuarto, donde la luz que se mete por la ventana no llega; estaba de pie una figura antropomorfa, de hombros anchos y talle pequeño, de brazos alargados y altura pronunciada (su cabeza casi tocaba el techo); pero lo más inquietante es que era completamente negro: estaba hecho de oscuridad homogénea, sólida y opaca, como el interior de una cueva; estaba hecho de una oscuridad más oscura que la oscuridad circundante en mi habitación. Parecía vestir una sotana o alguna especie de prenda que cubría y disimulaba su silueta, haciéndola uniforme y recta.
«Esto no es real», pensé sin saber por qué.
Sentí mi pulso acelerarse y la sangre convulsa hinchando las venas de mi cuello y mis sienes. Quise gritar —como cualquiera—, pero no salió ningún ruido de mi garganta. Supe [de forma intuitiva] que aquel ser estaba hecho de noche y que no era humano, no era un ladrón o un intruso, tampoco estaba teniendo una pesadilla, estaba despierto pero el mundo de los sueños terribles se había solapado con el mundo real y yo estaba teniendo una visión.
〈«Esto no es real, esto no está pasando», me dije, «es solamente mi mente jugándome una mala pasada»〉.
Entonces descubrí que no sólo no podía gritar, sino que tampoco podía moverme, no podía dar un salto hacia atrás presa del pánico, pero tampoco agitar las piernas, inflar el pecho o sacudir los brazos; no podía cerrar los ojos.
〈«¡Parálisis del sueño!, esto se llama parálisis del sueño»〉.
Hice acopio de todas mis fuerzas para intentar moverme. Cerrar los ojos o girar la cabeza me hubiera bastado.
〈«Dormir es un proceso primario; la parálisis del sueño es un tipo de parasomnia», pensé, recordando mis clases de la universidad〉.
He aquí lo más difícil de describir: la sensación de parálisis se parece a ser enterrado en la arena, vi⁊.: eres dueño de tu cuerpo, tu cerebro da las órdenes y tus miembros obedecen, pero la densidad de la arena te impide moverte. Sentí un gran peso aplastar mi cuerpo, cada centímetro cuadrado, cada pliegue de piel, cada arruga, recodo y articulación estaba cubierto por cientos de kilos de arena que me impedían hacer cualquier movimiento. Tuve la certeza de que si seguía tratando de moverme el esfuerzo excesivo haría que me dislocara un hombro o me rompiera una costilla; supe que toda mi fuerza no sería suficiente para escapar de aquella trampa invisible.
No sé cuánto tiempo estuve ahí, tal vez unos segundos, tal vez un par de minutos, quizá una hora. Cualquiera que haya sido el caso, para mí fue como una noche completa de angustia. Estaba desesperado por no poder moverme y por la sensación de asfixia que me producía, el ser en la oscuridad no hizo ni dijo nada, no lo vi respirar o cambiar de posición —aunque sí que me habló la segunda vez que viví este fenómeno—; pero me seguía pareciendo ominoso, terrible, una especie de vigilante, de ser primigenio, tan antiguo como el tiempo. Esa aura me infundía un profundo terror, pero no temí por mi seguridad o mi vida.
Por supuesto que conocía la existencia de la parálisis del sueño, de que «se te suba el muerto», pero hasta ese momento no lo había vivido y sé que mi mayor arma contra ello fue pensar de forma más o menos racional. Yo conocía la explicación científica de este fenómeno y recordarla me ayudó a librarme de él; convencido como estaba de que todo el asunto no era sino una jugarreta de mi mente cansada.
Tuve una idea: encender una luz. Me di cuenta de que en cuanto la habitación estuviera iluminada este ente desaparecería y yo recobraría el dominio de mi cuerpo. No podía gritar, como ya he dicho, tampoco podía levantarme de la cama y alcanzar el apagador, pero con algo de esfuerzo y concentración, podía tomar mi teléfono, agitarlo y encender la linterna. («Esto es sólo parte de mi imaginación»). Mi celular estaba en la mesita de noche, donde lo dejo siempre, sólo tenía que estirar el brazo:
Tampoco sé cuánto tiempo más me tomó alcanzar de hecho el teléfono. Puse todo mi ser en mover la mano y fue como meterla en concreto fresco o caminar por la calle con los ojos cerrados, avanzando a través de la arena, que ya no parecía tanta mientras me repetía «no es real». Por fin lo tomé y la luz se encendió. En un parpadeo, el ser en el recodo desapareció, sin hacer ruido ni mover nada, se esfumó. Miré hacia todos lados, incrédulo. Alumbré cada recodo de la recámara, cada pared y ventana y me convencí de que estaba solo. Jamás en mi vida respiré con más alivio. Apreté los puños y comencé a mover mis miembros, sentí mis músculos articularse, despacio, rechinantes, como bisagras que necesitan aceite. El reloj marcaba casi las cuatro de la mañana.
Por fin pude levantarme y encender la luz. Me quedé de pie delante de la cama unos veinte minutos —antes de volver a apagar la luz y acostarme, aunque dormí poco esa noche—, moviendo los dedos de los pies y el cuello, con los ojos bien abiertos.
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