viernes, 10 de septiembre de 2021

Arqueología de la piel


Todos hemos experimentado el dolor de la piel mallugada o cortada. Una hoja de papel basta para lastimar la epidermis. Ni hablar de un cuchillo, una copa rota, un martillo o el huso de una rueca. Algunos se estrellan contra una pila de ollas de barro al aprender a usar una bicicleta —porque no puedo ser el único— o se caen en la ducha. Algunas personas son proclives a recibir balonazos en la cara o se estrellan contra puertas de cristal.

Vivir implica estar expuesto a sufrir golpes, en el mejor de los casos, serán golpes leves y accidentes para nada aparatosos. Pero aún en el mejor de los casos, nos llevaremos marcas, moretones y cicatrices, que casi siempre nos acompañan la vida entera. Nos raspamos las rodillas cuando comenzamos a caminar y nos quemamos con el sartén caliente cuando aprendemos a cocinar; alguno habrá que se haya raspado el abdomen tratando de evitar que el bebé recién nacido se caiga al piso y casi todos nos hemos llevado un golpecito en la frente con el filo de una mesa.

Hablamos aquí de los accidentes propios de la vida cotidiana, de las cosas que a cualquiera pueden ocurrirle; por eso mismo no pretendemos aquí dignificar ni justificar las autolesiones, que muchas de ellas dejan también marcas; porque el significado que se les atribuye es diferente y la atención psicológica, fundamental.

Casi siempre nos olvidamos de que la piel es un órgano de nuestro cuerpo, el límite donde terminamos nosotros y comienza el mundo exterior; y es sensible y exige cuidados especiales; sólo tenemos una. De muchas maneras, las cicatrices forman sendos mapas en la piel que nos envuelve, un relato de nuestras vidas, de los incidentes que esculpen nuestra cotidianeidad; desde las más recientes hasta las más antiguas, hacen una suerte de arqueología de las experiencias vividas. Tan es así, que pueden convertirse en elementos característicos de nuestra imagen: Al Capone se ganó el apodo de «Scarface» porque tenía una cicatriz notoria en el rostro. E incluso se ha escrito de cómo una cicatriz con una historia interesante detrás puede resultar útil durante el ligue.

Dicen que el dolor nos recuerda que estamos vivos, y eso es probablemente verdad, ya que una herida nos hace conscientes de nuestro propio cuerpo; no pensamos en la punta de nuestra nariz a menos que nos hayamos golpeado con una puerta ni pensamos en el estado de nuestras vértebras sacras hasta que nos caemos de espaldas. Nadie camina por una sala de cine y piensa en la punta de su cresta iliaca a menos que se golpee en la cadera con una silla.

Nada tan inmediato para pensar en nuestro propio cuerpo como un dolor de garganta o una espinilla inflamada en una nalga. Una herida en la espalda, un corte, nos obliga a ser cautos, nos hace darnos cuenta del espacio que ocupa nuestro cuerpo en el mundo: nos coacciona a repensar cómo nos sentamos, nuestra forma de caminar y de dormir, la fuerza que tenemos para levantar algo, la ropa que cubre nuestros cuerpos y roza nuestra piel. La irritación y el dolor intermitente, nos acompañan en el proceso de la cicatrización, igual que el antiséptico y las gasas. Si uno presta atención a una lesión de la piel, incluso a la más pequeña, descubrirá que por momentos parece palpitar, inflamarse y encogerse al ritmo de nuestro corazón, mientras que el aire que respiramos parece herirla, acentuando el ardor.

A veces nos horrorizan nuestras cicatrices, porque son muy visibles o porque nos recuerdan cosas que queremos olvidar, momentos y situaciones muy difíciles de nuestra experiencia, a veces de un dolor añejo que se resiste a dejarnos a pesar de los años. Lo cierto es que algunas cicatrices se convierten en testimonios escritos de nuestra sobrevivencia: superar la apendicitis, la caída de las escaleras, la pierna rota, el contacto con el fuego, la violencia y la brutalidad; y cómo, a pesar de todas esas cosas, hemos podido seguir adelante.

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