viernes, 3 de septiembre de 2021

De luces y sombras

La luz de las velas es lábil y juguetona. Se mueve en pequeñas ondas, como la orla de un vestido, como la cortina de una ventana abierta. Y su luz se mueve al ritmo de su llama. Las sombras que proyecta una vela oscilan, se mueven aunque nosotros no nos movamos; se deforman sobre las paredes y en el piso.

En la actualidad es poco común usar velas para iluminar, a menos que sea como mero ornato en ciertas circunstancias, o cuando hay apagones antes de dormir y nos sentamos delante de la única vela que tenemos en casa a esperar que la luz regrese, porque si no no podemos cargar nuestros teléfonos celulares. La luz eléctrica es otra cosa, diferente, de una naturaleza que se contrapone a las velas o a la leña o las lámparas de gas, de aceite, de alcohol, de queroseno, &cétera; porque es quieta, sus sombras son estáticas y se recortan mejor, dibuja las siluetas con mayor claridad.

Antes de las lámparas eléctricas, antes de los focos, la humanidad no conocía esa quietud. No es difícil suponer que, en los luengos siglos que precedieron al señor Tesla y su corriente alterna, cada casa y cada habitación con una vela o un fuego encendidos estuviera habitada de sombras móviles, bailarinas, huidizas. Ráfagas de oscuridad que se escurren por los ángulos de los cuartos, que se esconden detrás de los muebles, donde el ojo no las alcanza. No sería extraño, en esas condiciones, ver que una sombra hace movimientos claramente distintos de los que hace su dueño. Así pues, la visión fantástica del fuego nos llena de fantasmas, de duendes, brujas y pesadillas.

Hoy, sin embargo, ya no pensamos en ello y las luces que iluminan nuestros hogares son quietas y duraderas, no oscilan ni bailan, y no se gastan en un par de días. Pero es que, además, son frías. Las luz de los focos, especialmente de los más modernos, no arroja sobre nosotros el denso calor —o el humo— que sí produce una vela o una lámpara de queroseno. Y esta luz fría llega al extremo de ser blanca. Las lámparas ahorradoras no pretenden emular la luz exterior, la luz del sol (la que mejor conocemos todos), sino que adopta una presencia pálida y que desluce los muebles de madera, la luz fría, blanca. Perfecta para una cocina —ya que nos ayuda a limpiarla mejor—, para un baño, un jardín o hacer tarea de matemáticas; pero inadecuada para una plática de amigos, para una cena en familia o para hacer el amor.

Dice Gabriel García Márquez que «la luz es como el agua», porque uno sólo enciende el interruptor, como quien abre una llave de paso, y la luz brota de los focos a borbotones y lo llena todo; y él por supuesto pensaba en los focos eléctricos de aquel piso en Madrid del que escribió. Pero de forma menos poética, no podemos dejar de notar que esta luz, la de los focos y las velas, es una aliada de la humanidad. La luz artificial extendió el rango de nuestra visión más allá de las horas del día y del campo abierto; nos dio para siempre las noches contando historias alrededor de la fogata y la cena al atardecer en la terraza de un restaurante; las horas de insomnio leyendo, los niños que juegan a hacer siluetas de animales y las ventanas iluminadas a las dos de la mañana en una ciudad silenciosa. La luz artificial pretende alejar a la sombra, pero la batalla no siempre se gana y más allá de los muros de nuestras casas, sigue extendiéndose la noche al caer el alba y la luna sigue siendo la reina de la mitad de las horas. Y es que, si bien la luz (natural o artificial) siempre está ahí y, cuando no, nos percatamos inmediatamente, eso implica, casi como consecuencia lógica, que la oscuridad está ahí también, en la diminuta sombra de los bolardos de carretera a mediodía o en la reconfortante sombra de un árbol frondoso o en el baño de nuestras casas, vacío, cerrado y con las luces apagadas.

No pensamos tanto en las sombras como podríamos, porque siempre están ahí y nuestras vidas transcurren demasiado rápido para meditar sobre ellas, siempre que hay una fuente de luz están ahí y nos acompañan; acaso, como escribió Rudyard Kipling, «la gente a menudo termina pareciéndose a su sombra».

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