〈Aclaración: esta entrada no está relacionada con canciones de ningún género musical〉.
El agua simple es una cosa extraña, majestuosa. Nos han dicho siempre que es inodora e insípida, pero muchos podríamos responder que en la vida cotidiana eso no es verdad, y que es posible distinguir en el agua incolora el sabor y el olor de ciertos compuestos que flotan en ella. A veces el agua —el agua potable, quiero decir— tiene un sabor metálico o un olor terroso, propio de los elementos a los que es expuesta.
Y lo que veo es un mundo extraño, de formas curvadas, invertidas y de colores distintos. Las leyes de la refracción —que apenas puedo recordar— dictan la apariencia de este mundo, en el que arriba es abajo e izquierda es derecha. Las formas compactas se alargan y se distorsionan, mientras que las formas alargadas serpentean y se hacen difusas.
El cristal incoloro se confunde con la transparencia del agua, casi como una sola cosa, demasiado expuesta, demasiado desnuda; en la que es fácil ver las imperfecciones, las manchas, las huellas de dedos, las minúsculas burbujas que se forman cuando el líquido se vierte o se agita. Destacan con vergüenza monstruosa las virutas de polvo que caen en la superficie.Y el vaso sobre la mesa parece brillar tímidamente. Un pequeño y blanco haz de luz se refleja sobre la mesa, producto de los juegos del agua, y los bordes del vaso se iluminan de tonos metálicos, azulados como el alcohol al quemarse.
También hay pequeñas gotas en las paredes del recipiente, aisladas y diminutas, casi flotando en el aire, mientras el agua vibra con los movimientos de la mesa, con los golpes y el ruido de los autos que pasan por la calle —ya que vivo cerca de una avenida en la que pasan muchos autobuses—, describiendo pequeños círculos y amansándose de nuevo. Miro el vaso, el agua que tiene dentro y también los reflejos que produce sobre la mesa. Miro a través del vaso y no deja de fascinarme que tantas cosas sucedan en algo tan cotidiano que ni siquiera tiene color propio.


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