viernes, 6 de agosto de 2021

A través del vaso.

Aclaración: esta entrada no está relacionada con canciones de ningún género musical.

Siempre he preferido los vasos de cristal a los de plástico. Éstos últimos tienden a maltratarse mucho con el tiempo. Se les forman marcas y rayones, productos del uso y de la limpieza, y con el tiempo adquieren una apariencia que (personalmente) no encuentro llamativa. Los vasos de cristal —o de vidrio, ya que se trata de materiales diferentes— no suelen verse expuestos a ese deterioro y su transparencia y su textura, como de líquido en pausa, sí me recuerda que debo tomar agua.

El agua simple es una cosa extraña, majestuosa. Nos han dicho siempre que es inodora e insípida, pero muchos podríamos responder que en la vida cotidiana eso no es verdad, y que es posible distinguir en el agua incolora el sabor y el olor de ciertos compuestos que flotan en ella. A veces el agua —el agua potable, quiero decir— tiene un sabor metálico o un olor terroso, propio de los elementos a los que es expuesta.

Pero de todo, lo que más me causa fascinación es su transparencia. El agua cristalina de nuestras botellas de agua y de nuestras tuberías es sin duda una novedad, el agua en la naturaleza no es impoluta, pero en el vaso de cristal que tengo delante de mí sí lo es. No refleja la luz, por lo tanto puedo ver a través de ella.

Y lo que veo es un mundo extraño, de formas curvadas, invertidas y de colores distintos. Las leyes de la refracción —que apenas puedo recordar— dictan la apariencia de este mundo, en el que arriba es abajo e izquierda es derecha. Las formas compactas se alargan y se distorsionan, mientras que las formas alargadas serpentean y se hacen difusas.

El cristal incoloro se confunde con la transparencia del agua, casi como una sola cosa, demasiado expuesta, demasiado desnuda; en la que es fácil ver las imperfecciones, las manchas, las huellas de dedos, las minúsculas burbujas que se forman cuando el líquido se vierte o se agita. Destacan con vergüenza monstruosa las virutas de polvo que caen en la superficie.

Y el vaso sobre la mesa parece brillar tímidamente. Un pequeño y blanco haz de luz se refleja sobre la mesa, producto de los juegos del agua, y los bordes del vaso se iluminan de tonos metálicos, azulados como el alcohol al quemarse.

También hay pequeñas gotas en las paredes del recipiente, aisladas y diminutas, casi flotando en el aire, mientras el agua vibra con los movimientos de la mesa, con los golpes y el ruido de los autos que pasan por la calle —ya que vivo cerca de una avenida en la que pasan muchos autobuses—, describiendo pequeños círculos y amansándose de nuevo. Miro el vaso, el agua que tiene dentro y también los reflejos que produce sobre la mesa. Miro a través del vaso y no deja de fascinarme que tantas cosas sucedan en algo tan cotidiano que ni siquiera tiene color propio.

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