Siempre dejo la ventana abierta, procurando que entre aire de afuera a mi habitación, para evitar que el ambiente se enrarezca, que se haga denso y polvoso y adquiera ese olor a estancado, propio de las casas llenas de recuerdos y triques inútiles.
Entre las cortinas se cuela también la luz del sol (reconfortante durante los primeros días de agosto), y aquellas partículas diminutas que flotan encima de todas las camas se hacen visibles, bailando en el aire; reflejando la luz blanca. Algunos dicen que es pelusa o polvo o piel muerta, aunque lo más probable es que sea una mezcla de todas esas cosas; pero no por eso deja de tener cierto encanto y no por eso deja de ser entretenido.
Mi ventana da a la ventana de los vecinos, cuando se descuidan, desde mi cuarto puedo verlos sentarse a la mesa por las noches; pero casi siempre también ellos cierran sus cortinas y ese hueco a su intimidad queda vedado;
Del mismo modo que vedo el acceso a mi propia intimidad, al cerrar las cortinas reservo para mí a mis tardes acostado en la cama escuchando The talking heads con un cigarro en los labios, mis mañanas de rutina de ejercicio, los domingos comiendo palomitas. Al cerrar las cortinas mantengo para mí mis noches luengas y tristes o los días de estrés y enojo; y mantengo para mí las fotos de Monica Bellucci, Irène Jacob y Anita Ekberg que pegué en la pared. Para todo esto el límite es una barrera lábil e inflamable, que apenas opone resistencia al tacto de una mano: una cortina.
La misma cortina que se ondea con el aire fresco, que deja entre ver los rayos de luz que se cuelan en la habitación, que resplandece cuando el sol de las mañanas la toca, que colorea las paredes azules de amarillo, que sube y baja con los vaivenes del viento.

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