jueves, 12 de agosto de 2021

Las cortinas resplandecen

Las cortinas de mi habitación son amarillas y largas, cubren desde el techo y cuelgan hasta centímetros del piso. El sol de las mañanas se alinea con mi ventana y cae sobre el borde inferior de mi cama. Con su intensidad reluciente de antes del mediodía, el amarillo brilla y tiñe las paredes azules —dicen que los muros de tonos marinos ayudan a combatir el insomnio—. Los días perezosos, en los que puedo levantarme tarde y quedarme acostado viendo el techo mientras me hago consciente de cada parte de mi cuerpo, veo las cortinas y me sorprende cada vez que, por momentos, parecen tener luz propia.

Siempre dejo la ventana abierta, procurando que entre aire de afuera a mi habitación, para evitar que el ambiente se enrarezca, que se haga denso y polvoso y adquiera ese olor a estancado, propio de las casas llenas de recuerdos y triques inútiles.

El aire que entra por la ventana mece las cortinas, las ondea como una piedra que cae sobre el agua quieta, como las ramas frondosas de los árboles que cantan con el rumor del aire. Y el viento fresco que mece las cortinas entra en el cuarto, acaricia mi cara y se pasea sobre mi cama, entre mis libros, frente a las puertas de mi ropero. Es seco (porque el clima aquí es seco) y fresco, recuerda al aire que corre en el sotobosque; que parece besar la frente e inflamar el pecho con bocanadas de nueva y renovada vida. Y es un espectáculo cotidiano pero extraordinario; las cortinas se ondean siempre, aunque no haya nadie en la habitación para verlas bailar.

Entre las cortinas se cuela también la luz del sol (reconfortante durante los primeros días de agosto), y aquellas partículas diminutas que flotan encima de todas las camas se hacen visibles, bailando en el aire; reflejando la luz blanca. Algunos dicen que es pelusa o polvo o piel muerta, aunque lo más probable es que sea una mezcla de todas esas cosas; pero no por eso deja de tener cierto encanto y no por eso deja de ser entretenido.

Mi ventana da a la ventana de los vecinos, cuando se descuidan, desde mi cuarto puedo verlos sentarse a la mesa por las noches; pero casi siempre también ellos cierran sus cortinas y ese hueco a su intimidad queda vedado;

Del mismo modo que vedo el acceso a mi propia intimidad, al cerrar las cortinas reservo para mí a mis tardes acostado en la cama escuchando The talking heads con un cigarro en los labios, mis mañanas de rutina de ejercicio, los domingos comiendo palomitas. Al cerrar las cortinas mantengo para mí mis noches luengas y tristes o los días de estrés y enojo; y mantengo para mí las fotos de Monica Bellucci, Irène Jacob y Anita Ekberg que pegué en la pared. Para todo esto el límite es una barrera lábil e inflamable, que apenas opone resistencia al tacto de una mano: una cortina.

La misma cortina que se ondea con el aire fresco, que deja entre ver los rayos de luz que se cuelan en la habitación, que resplandece cuando el sol de las mañanas la toca, que colorea las paredes azules de amarillo, que sube y baja con los vaivenes del viento.

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