jueves, 29 de julio de 2021

Retozan los caballos

Los caballos —y las yeguas— son seres imponentes, dotados de una profunda majestad. Su presencia, especialmente para los que no estamos acostumbrados a ellos, obliga a prestarles atención: la sonoridad de sus pasos, la variedad de su pelaje, la musculatura de sus patas; sus aborrascadas crines y la aleatoriedad de sus bufidos; el olor del estiércol. Sus rostros alargados, que emulan el gesto serio o meditabundo de un adolescente. Su tamaño y su indiscutible fuerza nos obliga a estar alertas cerca de ellos, a respetarlos.

Algunos les temen, porque han tenido malas experiencias con ellos o porque han crecido en el centro de las ciudades. Otros más les profesan cariño y fascinación. Para muchos son hasta hoy compañeros de trabajo, valiosos para el campo y el transporte, por su fuerza, por su resistencia y su mansedumbre. Y durante cientos, quizá miles de años, el oficio de criarlos y entrenarlos fue considerado loable y no para cualquiera.

Por ello, no podemos olvidar que, junto con los perros, y a diferencia de los gatos, las aves o el ganado bovino; los caballos han sido considerados amigos de la humanidad. El emperador Calígula nombró cónsul a su caballo Incitato; Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno, tiene su propia página en Wikipedia; igual que Babieca y Rocinante. Los caballos de guerra de la ciudad griega de Síbari eran entrenados para bailar antes que para el combate. Los personajes de las películas de spaghetti western, esos hombres rudos del viejo oeste, se mostrarían secos y serenos ante la traición de una mujer, pero llorarían a mares la muerte de sus caballos.

Sentado en el auto, sofocado por el calor y los moscos y con todas las ventanas abajo, veo del otro lado de la vereda a dos caballos que pastan por el campo. En la periferia de la ciudad, donde los caminos no están del todo cubiertos por el concreto gris y estéril y hay hierbas crecidas y árboles entre las casas y las veredas; las ovejas, los borregos, los caballos, incluso las vacas; pueden caminar despacio rebuscando en la hierba bajo el sol de julio.

Uno es pardo y su crin es larga y oscura, el otro es blanco, es un poco más flaco y su crin es grisácea y algo más corta. Van meneando la cabeza mientras examinan el pasto y agitan también la cola para ahuyentar a las moscas. Se toman su tiempo, avanzan despacio. Abarcar mi rango de visión de un lado a otro les toma casi cuarenta minutos.

Por momentos corren, uno detrás de otro y sus cabellas se cruzan, están jugando. El pardo se divierte molestando al blanco, se acerca a él despacio mientras come y lo obliga a moverse. El blanco bufa y busca otro lugar donde seguir comiendo; no se alebresta pero tampoco parece querer seguir el juego. Después de un rato, sin embargo, decide regresar la movida y se acerca a prisa al pardo, que retrocede agitando la cabeza y luego, al verse burlado, se aleja alzando las patas con soberbia.

Ambos deciden entonces ignorarse mutuamente y seguir comiendo (¡casi no han hecho otra cosa en todo el rato!), en lados opuestos de la vereda se ocupan de sus asuntos con la misma displicencia aristocrática de antes. Hasta que, siguiendo el camino de las hierbas de mejor sabor, sus cabezas vuelven a encontrarse y se pierden despacio de donde yo pueda verlos.

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