viernes, 9 de julio de 2021

Pláticas de café.

Estoy en la mesa de un pequeño café en el centro de la ciudad. Aunque afuera hay autos y gente que pasa, una vez dentro, en la pequeña terraza que han acondicionado al fondo, la orquesta de la vida en la ciudad se apaga y un aparece un ruido diferente, más apagado y al mismo tiempo más fluido: el murmullo que produce la conversación de las personas que están en la terraza.

Hay apenas unas cuantas mesas con un par de sillas cada una, separadas prudentemente —ya todos sabemos por qué, de eso [no] hablaremos aquí—. Hay apenas unas cuántas personas, la mayoría son parejas, algún grupo de amigos que se reúne después de mucho tiempo sentados en el fondo. Junto a la puerta un hombre lee con avidez algo en su computadora y escucha arias de ópera sin audífonos.

Y hay quienes dicen que la palabra «sobremesa» no tiene relativos en otros idiomas, que es muy propia del español e incluso el fenómeno en sí es propio de nuestra cultura; pero más aún, las famosas «pláticas de café» han sido siempre una forma muy especial de conectar con las personas: con los amigos que se reencuentran, las parejas que comparten, los solitarios que tratamos de no escuchar.

Sentado en un extremo mientras tomo mi café, me sumerjo en las profundidades del libro que estoy leyendo, Las mil y una noches; pero la orquesta de voces ahogadas no me deja. Las personas a mi alrededor no pretenden ser ruidosas, mucho menos pretenden que el resto de los asistentes se entere de sus asuntos personales, en especial porque este café tiene cierta reputación de lugar tranquilo y adecuado para platicar o leer. Todos están metidos en sus asuntos, ocupados en sus propias conversaciones y a mí (que estoy solo en una mesa pequeña porque tenía que atender los pendientes y me quedó un poco de tiempo) sólo me llega el rumor de la conversación: voces que se enciman y fonemas que se distorsionan.

Cierro el libro y los ojos y saboreo el café mientras escucho este rumor. Es desordenado y estridente a pesar de ser bajo, como la lluvia suave que nos sorprende en la madrugada.

—Güey, es que ya me truena la rodilla, ya empiezo a sentirme viejo —dice alguien y levanto despacio la mirada, un muchacho de no más de veinte años que habla con su amigo sobre las materias que va a tomar en la universidad.

El rumor se confunde de nuevo, como aplausos indolentes luego de un mal chiste, y yo me rio para mis adentros. Vine para relajarme leyendo y no puedo. Pero con los ojos cerrados y el murmullo de sobremesa, que me recuerda el de una cascada a lo lejos o el de la brisa de verano; recuerda el ruido blanco de la tele en la madrugada cuando se termina la programación —si es que eso todavía ocurre—; al murmullo de las hojas de los árboles cuando el viento las mece; puedo sentirme relajado. Sentir que me desconecto con una simple plática de café, aún si no es la mía y no entiendo nada.

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