El Día de la Epifanía (el duodécimo después de la Navidad) es, en la tradición, la ocasión en que los magos venidos de oriente ofrecieron regalos a Jesús guiados por una estrella; para los exégetas esto simboliza la revelación de Jesús como bienhechor de la humanidad y no sólo del pueblo judío; vi⁊: su epifanía.
Con el tiempo, esta solemnidad de la Iglesia católica evolucionó para convertirse en una celebración de la infancia, en la que se ofrecen regalos a los niños y se come pan. No nos detendremos a abordar la evolución de esta fiesta o si los así llamados Reyes Magos eran tres o diecisiete o cuál era el color de su piel, aunque sí invitamos al lector a investigar por su cuenta sobre estas cuestiones, porque son interesantes.
Pensemos, más bien, en la espera y las expectativas, en la anticipación y la emoción. Cuando somos niños sabemos poco del mundo, no entendemos de dónde vienen los bebés o por qué es importante bañarse; pero sabemos con fundamento de sobra que nuestra Tierra está llena de maravillas: el atardecer, el crecimiento de las flores, el canto de los pájaros; a veces cae agua del cielo, también fuertes descargas eléctricas, el arco iris; por qué no hombres que recorren el mundo otorgando regalos —por gracia de Dios—.
A diferencia de Santa Claus, cuyo origen no termina nunca de ser claro, la historia de los Reyes sigue una lógica que todos podemos entender con simpleza: su misión era llevar regalos a Jesús y, por pura extrapolación, ahora lo hacen con todos los niños que se portan bien.
Quién sabe si la infancia es, en efecto, un paraíso perdido de felicidad que los adultos sólo podemos añorar; pero yo no lo creo. Pero sin duda hay momentos que vale la pena atesorar: el primer beso, las tardes jugando con los amigos, los dulces que regalan los abuelos a escondidas, el prodigio maravilloso de vivir otro año de vida, correr bajo la lluvia. Acostarse un cinco de enero después de comer rosca de Reyes a la espera de ver qué amanecerá debajo del árbol, de escuchar el relinchar del caballo o los pasos del elefante; de descubrir, de a poco, las maravillas del mundo.

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