viernes, 12 de noviembre de 2021

Tardes de noviembre

El sol del otoño es escaso y suave; incluso en nuestra región del mundo, tropical y florida, los colores del atardecer palidecen con la cercanía del solsticio y las corrientes de aire frío que bailan después del mediodía.

Nos referimos, por supuesto, a las tardes de noviembre en el hemisferio norte, es decir, en pleno otoño.

En esta época los días se hacen progresivamente más cortos y la temperatura comienza a descender (aún si en realidad no baja tanto como en otras latitudes) y las habitaciones se hacen más frías, las oficinas y los salones de clases, pero también las recámaras y los baños —sobre todo los baños— se llenan de esa luz pálida y mortecina del final del año, muy distinta de la luz de la primavera y [de la oscuridad] de las tormentas eléctricas.

Cuando el crepúsculo de la noche se acerca y el aire seco arrastra consigo las bajas temperaturas, nos descubrimos buscando cubrirnos: llevamos suéteres y bufandas, tomamos café y chocolate, nos escondemos bajo las sábanas o entre el agua caliente de la regadera.

Pero también nos encontramos paseando por la banqueta siguiendo el camino del carro de Febo, recibiendo la luz tibia que nos besa en la frente y en el pecho, que nutre nuestros huesos y juguetea nuestro pelo. Su calor tranquiliza y arropa nuestro cuerpo: supera a las cobijas y a los calentadores artificiales, al güisqui solo y al té de manzanilla. Sólo puede compararse al agua tibia o a dormir en los brazos de la persona amada.

No nos abrasa ni nos golpea con toda su fuerza, como el sol de julio o el sol de las once de la mañana. Por las tardes, el astro rey no es el mismo que al amanecer: en éste flota todavía la humedad de la noche y la conciencia de la inminente jornada que empieza; el atardecer trae las nubes aborrascadas y las flores que riegan su polen.

Es difícil no sentirse atraído por el atardecer cálido del otoño: recuerda a los ancianos matrimonios que pasean por el parque, a los adolescentes que se recuestan en el pasto, a los niños que siempre quieren comer helado; a los godínez que se escapan de la luz blanca de las oficinas. Después de todo, ¿quién puede negarse a dar un paseo por la calle una fría y perezosa tarde de noviembre?

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